Menos cuarto para las diez

Las palmas bailaban al compás del viento y llovía. Llevaba gran parte del día durmiendo, cuando se levantó de la cama, cerró con furia la puerta haciendo retumbar las ventanas de metal. Con el ceño fruncido, la sangre se le reflejaba en la cara enrojecida, se dirigió hacia la cocina echando pestes  mientras permanecíamos calladas. El resto del día no pintaba bien.

-¿Se habrá tomado las pastillas? Preguntó Delia.

-Los medicamentos no regulan el carácter. Dijo Paula en forma de broma.

Pero nadie rió.

Habíamos tratado de ver las cosas de un modo positivo y relajado, pero sus cambios de humor y su agresividad se hacían más evidentes con los días.

Con un fuerte sonido seco, todas fuimos sacadas de nuestros pensamientos de manera súbita, retornadas a la realidad con las miradas perdidas y un signo de interrogación en el rostro que cada una expresaba con una mueca diferente. Me sentía como un mimo.

-¡Papá!

Cuando logramos voltear, la puerta aún hacía eco del súbito estrellón y las ventanas al temblar emitían un chirrido particular. Ni rastros de papá.

Mamá salió corriendo como cuando se le queman los fritos, haló fuertemente la puerta, atravesó la galería y frenó de golpe en el portón de hierro negro y frío que, por la prisa, papá había olvidado cerrar. Hasta ahora no me he atrevido a preguntarle a mamá, y menos después de lo que pasó, porqué se detuvo en el último escalón y se quedó ahí parada un buen rato. Tal vez se dio cuenta de que aunque papá estuviera cerca sería imposible hacerlo entrar en razón para que se calmara y volviera a la casa. Sin embargo, me quedaré con la duda para no herirla más.

Observaba a mamá desde el comedor con un sentimiento de compasión como si pudiera sentir su dolor, aunque ella no lo demostraba. Inmediatamente mis hermanas salieron a la galería, ella se volteó con una sonrisa forzada, se encogió de hombros en señal de resignación y dijo:

-Saben como es su padre, mejor lo dejamos tranquilo que luego vuelve calmado.

Yo me asomé por detrás de mis hermanas, quienes se tragaban siempre el cuento de que “luego” todo estaría bien. Sin embargo, el intento de mi madre por ocultar su aflicción no estaba dando resultados conmigo. Sabía que las cosas no estaban bien, y tenía mis dudas de ese famoso “luego” que no llegaba nunca.

Mamá envió a Delia y a Paula al mercado por lo que hacía falta para la cena. Cuando ellas se marcharon, me quedé a solas con mi madre en la cocina, de inmediato tomé la esponja y el jabón para fregar tres platos, un cuchillo y dos tazas de café, como pretexto para que me contara lo que tanto la angustiaba.

-Tu padre se volvió a pelear con el vecino.

Aturdida por el silencio y segura de que mi madre no diría una sola palabra, su voz apagada y cansada me tomó por sorpresa, haciendo que el cuchillo resbalase de mis manos y chocara con los platos.

-Y ahora, ¿por qué discutieron? Dije un poco nerviosa.

-Porque tu padre está insoportable, hija.

Y con voz entrecortada y apresurada, continuó.

-El vecino le pidió amablemente que tuviera cuidado al regar la plantas porque el agua le salpica no se que cosa en su patio, y ya no se que hacer.

Se llevó las manos sucias de carne a la cara, y las lágrimas salpicaban la mesa. Intenté decir algo pero no pude, tenía la mente en blanco y un nudo en la garganta. Me acerqué a ella y la abracé. Y lo único que pude decir fue:

-Llora mamá, son momentos difíciles pero verás que con el tratamiento que le puso el doctor, las cosas van a mejorar.

No se si era cierto lo que dije pero sentí la necesidad de hacer sentir mejor a mamá y rogaba por haber sonado convincente.

Después de unos minutos se reincorporó, se secó las lágrimas e hizo un intento por darme una sonrisa, y yo le devolví el gesto. Sin retomar la conversación, volvimos a lo nuestro: yo fregaba y ella preparaba la carne, mientras el silencio nos consumía.

Mis hermanas tardaron treinta y cinco minutos en llegar, por lo que, mamá y yo, improvisamos la cena con lo que había en la nevera. Nadie decía nada, el silencio era aplastador, el aire denso y la noche fría. Harta del misterio que envolvía a la enfermedad de papá, dije:

-Es un poco tarde para que papá esté sólo en la calle.

Me quedé esperando respuesta, todas continuaban escarbando la comida, la preocupación estaba en cada rincón de la cocina como un huésped no bien recibido.

Incómoda y angustiada solté los cubiertos, que en medio del silencio hicieron un estruendo al chocar con el plato, empuje la silla y me paré decidida a encontrar a papá y traerlo a casa.

Para mi sorpresa, ninguna me detuvo. Caminé por el pasillo rápidamente, y en ese instante la puerta se abrió. Era papá. Tenía el semblante más tranquilo, pero se veía perdido, su mirada era distante y desde mis ojos se veía más viejo y cansado.

No bien él había entrado a la sala, cuando mamá se paró bruscamente de la silla y en tono alto y desesperante le reclamó por haberse ido, por las discusiones con el vecino, por su mal humor y sus desplantes. Y con lágrimas en los ojos le reclamó por no ser el mismo que era antes.

Mientras mamá descargaba la frustración acumulada por meses, papá ni siquiera la miró a la cara, no le grito, no se enojó, no dijo nada. Mamá, indignada, corrió a su habitación, y mis hermanas fueron tras ella.

A solas en la sala con mi papá, le pregunté:

-¿Qué es lo que te pasa?

No me respondió.

-Papá tienes que hacer un esfuerzo, hemos hecho todo para que te sientas mejor y cada día eres más distante.

Era un monólogo deprimente, porque papá no respondía. La incertidumbre me invadía, necesitaba que me dijera algo, estaba asustada porque al ver su rostro no lo reconocía.

-Papá, por favor, dime que es lo que quieres, ¿qué te pasa?

En ese momento me miró, y el vacío que adornaba sus ojos me devastó. No me dirigió la palabra y se fue a su habitación.

Mi desconcierto era tan grande que salí huyendo, con los ojos empañados abrí la puerta. En ese momento no sabía qué era más grande, si el dolor o la rabia. Salí a la galería, me tropecé con la mecedora pero seguí caminando, bajé los escalones y lloré.

Me detuve en la acera, las lágrimas me corrían por las mejillas, y por un instante comprendí que él no tenía la culpa, estaba agotado por llevar al hombro una carga tan pesada durante todos estos meses.

Di la vuelta, subí los tres escalones hasta la galería, entré a la casa y caminé hasta su habitación. Al ver la puerta cerrada, llamé: -Papá, ¿puedo pasar? Al cabo de unos segundos, volví a tocar más fuerte, y antes de abrir la boca la puerta se entreabrió.

Despacio la empujé, una sencilla puerta de madera pintada de blanco, y vi a papá sentado en la esquina del cuarto, temblaba con sus ojos abiertos y asustados, mientras empuñaba una pistola en sus manos

Una anécdota.

Hace unas semanas, sentada en el sillón leyendo a Jane Austen, sentí deseos de ir a un lugar diferente a leer, sentí la urgencia de estar en una biblioteca o una librería rodeada de libros, con el olor particular que tienen los libros nuevos, mezclado con una misteriosa esencia de café que ronda en el aire.

Me paré del asiento, tomé las llaves del carro y, ya que la biblioteca me parece que aún está vacía -inaugurada pero vacía- me dirigí a la librería. Aunque vivimos en una ciudad sólo hay una librería (de esa categoría). Con bocinazos y maldiciones, me abro paso entre los carros públicos hasta encontrar un parqueo. Ilusa y esperanzada de sentarme a leer tranquilamente me detengo en la entrada de la librería y pido permiso para pasar mi libro “Sentido y Sensibilidad” que lo compré ahí mismo semanas antes.

Para mi sorpresa, usted no puede llevar su libro y sentarse a leer en la librería. Asumo que es por cuestión de negocios –sólo estoy asumiendo- que no es rentable que lleve mi propio libro por varias razones: estaré ocupando espacio, aire acondicionado y probablemente no compre nada ese día, a pesar de que compro libros regularmente; pero entiendo que es más conveniente, económicamente hablando, que vaya a leer uno que está en la librería, que probablemente me guste y que de seguro compraré. Vil marketing. Ilusa yo que pensé que las librerías, además de vender libros, eran un espacio más abierto y amigable para los lectores.

Luego de ese día no dejo de pensar en que aquí, en nuestro país, hay (también) una escasez de espacios para los lectores, escritores y personas que comparten el gusto y la pasión por las letras.  Gusto este, que cada día se vuelve más complicado, gracias al alto costo de los libros es casi un lujo comprarlos, y es poco común encontrar lugares donde disfrutar de un buen ambiente para leer o escribir.

Para no hacer el cuento más largo, me di la vuelta, me subí al carro y enfilé rumbo a mi casa para sentarme en el sillón a continuar leyendo.

Al despertar

Le atribuían a las condiciones físicas sus constantes ganas de dormir. Decían que era débil, delgada, pálida y no sonreía a menudo. Visitó decenas de médicos, especilistas y psicólogos, se sometió a los hipnóticos efectos de medicamentos. Años de estar segura de que sus ganas de permanecer dormida no eran normales. Un día despertó sabiendo que no dormía por cansancio, ni por enfermedad, sólo dormía para soñar.